Resulta difícil sin duda escribir tan seguido como quisiera encerrada en este infierno de playa, mar, sol, chicos guapos y desmadre. La semana pasada publiqué en Metro una historia que me llegó a mi correo electrónico. Claro, le di mi estilo de escritura y le pedí a quien me la mandó permiso para publicarla, pero el caso es que la historia que recibí es tal y como la publiqué. ¿Ustedes qué creen? ¿Será para muchas mujeres una fantasía trabajar en lo que yo, al menos una vez, al menos por curiosidad...? No sé ¿Usted qué opina?
Esto fue lo publicado hace una semana:
Querida Fer -me escribió una lectora- no te voy a decir mi nombre, pero sí que tengo 27 años, soy abogada y me gusta tu columna. Voy a contarte algo que me pasó y no me atrevía a compartir. Mi novio es un buen tipo, tiene 33 años, es trabajador, me trata bien y tenemos planes de boda. Lo conocí hace 7 años.
Sé que estoy guapa y le gusto a los hombres; cuido mi figura, me visto sexi, sé maquillarme bien y esas cosas, obvio que a los 20 tenía muchos galanes, pero cuando conocí al que hoy es mi novio me clavé con él. Era joven, inteligente y sabía ganarse la vida. No era el tipo más guapo, pero tenía estilo.
Al principio éramos una pareja genial. Andábamos juntos por todos lados, teníamos los mismos gustos, compartíamos amigos y era maravilloso en la cama, sin embargo, las cosas fueron cambiando. Poco a poco dejó de ser detallista, se volvió frío, olvidaba besarme y pasaban semanas sin que me hiciera el amor. No dudo de su cariño, pero esa falta de atención comenzó a causarnos problemas. La rutina le iba ganando al deseo y al romance. De esas veces que saberse amada no parece suficiente.
Una noche, íbamos por Tlalpan rumbo a una fiesta, cuando a la altura de metro Nativitas, tuvimos uno de esos pleitos en los que nos gritamos todo. Yo estaba encabronadísima (aunque la neta no recuerdo ni porqué) así que cuando el tráfico lo obligó a detener la marcha, yo me bajé del coche, azoté la puerta y crucé corriendo por un puente peatonal al otro lado de la avenida.
Iba muy enojada. Su falta de pasión me hacía sentir una mujer menos deseable. Tenerlo siempre cerca no me dejaba saber si ya no se me acercaban otros hombres porque me veían siempre con salero o porque ya no les parecía guapa. Justo iba pensando en lo mucho que me gustaría que un cabrón me chuleara, cuando providencialmente un automovilista se detuvo a mi lado y me preguntó ¡Cuánto cobraba!
Era un cincuentón, delgado, canoso, rostro amable y mirada expresiva. Hasta antes de eso, en una situación así hubiera pensado que mentaría madres, pero para mi sorpresa me sentí halagada. En vez de decirle que no directamente, inventé una cifra que supuse descomunal. Así, pensé, el tipo se iría y yo tendría algo chistoso que contar y algo más qué reclamarle al cabrón de mi novio. Se me ocurrió decirle que le cobraba tres mil pesos. Literalmente sentí que me zurraba cuando me dijo que estaba bien y me pidió que me subiera a su coche.
Pensé en salir corriendo. Estaba pasando un taxi que podía tomar y olvidarme el asnunto, sin embargo, no sé de dónde un agarré un valor loco y así nomás, me trepé al coche del tipo. Moría de miedo de que el cabrón fuera a asesinarme. Cuando notó mi horror, le dije -sin mentir- que estaba nerviosa porque sería mi primera vez, que nunca había hecho “eso”. Él sonrió y juró que sería bueno con tal serenidad que me inspiró confianza. Casi me desmayo de nervios cuando, ya en un motel, comenzó a besar mi cuello quitándome el vestido. Me pagó desde que entramos y eso me excitó casi tanto como cuando me senté en la orilla de la cama y puso su erección en mis labios. No sé, simplemente me encantó sentirme putísima y chupársela así, con la mayor intensidad que había puesto nunca a la tarea de mamársela a alguien.
No traíamos condones, pero él los pidió a la recepción. Mientras llegaban nos entretuvimos en un gozoso 69, después me puso de rodillas sobre la cama, con mis pies en una orilla y con su mano me empujó por la espalda hasta que mi frente tocó el colchón, mis nalgas y mi vulva quedaron completamente expuestas y a su disposición. Para ese momento de mi cola ya brotaba un manantial. Entonces me penetró de un solo golpe y de una manera tan firme y grata que no me quedó menos que gritar de placer. No fue sexo delicado ni condescendiente. En todo momento aquel tipo me trató como lo que para él yo era. Lo peor (o lo mejor) era que yo lo estaba disfrutando horrores. Hacía mucho que no me sentía tan cómoda y tan mujer en la cama.
Ya en confianza y a punto de salir, me atreví a confesarle a aquel hombre que yo no era ninguna puta, sino una abogada que caminaba por el lugar equivocado en el momento correcto. Él, sonriendo, me contestó que lo sabía. Al día siguiente me habló mi novio y nos reconciliamos. Nunca le conté a él ni a nadie sobre aquella aventura, pero todavía hoy cuando pasamos por Tlalpan a la altura de Nativitas me viene una calentura al cuerpo y siento unas tremendas ganas de hacer locuras.
Besitos
Fernanda, siempre